Propuesta de paz 2000 (Versión abreviada)
Los problemas que hoy enfrenta la humanidad son abismales, por su complejidad y su hondura. Aunque cuesta ver por dónde –o cómo— empezar, por ningún motivo debemos caer en cinismo o en la parálisis. No caigamos en la tentación de adaptarnos pasivamente a la realidad actual; por el contrario, asumamos el desafío de crear una realidad nueva.
El espíritu humano está dotado de las cualidades para transformar aun las circunstancias más adversas, crear valor y hallar un sentido más profundo a las dificultades. Cuando cada persona haga florecer esta ilimitada capacidad espiritual, y cuando los ciudadanos anónimos se unan con el compromiso de generar cambios positivos, sin falta surgirá una cultura de paz y será el comienzo de un siglo de la vida.
La humanidad debe acometer una tarea pendiente, pero ella no consiste en lograr una “paz pasiva” –postulada como la ausencia de guerras— sino en transformar desde sus bases las estructuras sociales que ponen en peligro la dignidad humana. Desde luego, es necesario hacer gestiones para fortalecer la cooperación entre países y la estructura del Derecho Internacional, pero mucho más esencial resulta el trabajo creativo de cada persona para desarrollar una cultura de paz que refleje la rica diversidad humana en múltiples niveles, ya que, sobre esta base, será posible construir una nueva sociedad global.
¿De qué manera, entonces, vamos a emprender la tarea de crear una cultura de paz perdurable? ¿Y qué significa, realmente, esta “cultura de paz”?
La cultura manifiesta dos aspectos que contrastan entre sí. Uno se relaciona con el sentido original del término “cultura” y sugiere el cultivo de la vida interior de los seres humanos, es decir, su elevación espiritual. El otro consiste en la imposición agresiva e invasora de las costumbres y valores de un pueblo sobre otros.
La paz es un escenario enérgico y vital para la actividad humana, conquistado mediante la propia decisión y el esfuerzo volitivo del ser humano. Nuestro éxito en el desafío de crear una cultura de paz depende de varios factores. Debemos trascender el excesivo apego a las diferencias, profundamente arraigado en el psiquismo individual. Y emprender un diálogo basado en el factor común que es nuestra pertenencia al género humano.
Para producir buenos resultados, las reformas legales y estructurales deberán verse acompañadas de una revolución paralela en la conciencia, lo que significa el desarrollo de una suerte de humanismo universal, capaz de trascender las diferencias desde adentro.
No caigamos en la tentación de poner el mal de un lado, y el bien del otro. A decir verdad, debemos volver a examinar el significado esencial del bien y del mal. Las manifestaciones externas de estos dos términos son relativas y transmutables. Sólo parecen absolutas e inmutables cuando el corazón humano se vuelve esclavo de las palabras y de los conceptos abstractos.
Desde la perspectiva budista, el verdadero aspecto de la vida se encuentra en su fluir incesante, en la forma en que se generan las experiencias, mediante la interacción entre las tendencias internas y las circunstancias externas. En otras palabras, lo que experimentamos como bien o mal no es algo fijo, sino que depende de nuestras actitudes y reacciones. El bien y el mal no son entidades invariables; el bien contiene el mal dentro de sí, y lo mismo sucede a la inversa.
La comprensión budista de la vida puede ayudarnos a aplicar, en la realidad de la vida cotidiana, este ideal que consiste en trascender internamente las diferencias. La clave para generar una cultura de paz duradera yace en superar las modalidades perniciosas del apego a la diferencia (la discriminación) y en propiciar un verdadero florecimiento de la diversidad humana. Y el medio para lograrlo es el diálogo.
De especial importancia es el papel desempeñado por la mujer. Durante la larga historia del género humano, nadie ha sufrido tanto como las mujeres, cada vez que la sociedad se vio arrasada por la guerra, la violencia, la opresión, las violaciones a los derechos humanos, el hambre o la enfermedad. Pero, a pesar de todo, ellas han sido las que perseveraron para encauzar la sociedad en dirección al bien, a la esperanza y a la paz.
¿Cuáles son, entonces, los pasos concretos que podemos dar, para construir un nuevo siglo de paz y de convivencia creativa?
Dentro del marco operativo que representa el sistema de Estados soberanos, las crisis por lo general han sido definidas como cuestiones territoriales; así pues, muchos países concentraron su esfuerzo en mejorar su capacidad bélica o militar. Pero las cuestiones globales que hoy tenemos por delante no pueden resolverse a través de los enfoques convencionales. El desafío más imperioso, por lo tanto, consiste en fortalecer la ONU (Organización de las Naciones Unidas), como punto de convergencia que nuclee el esfuerzo conjunto de la humanidad.
Como exhortó el secretario general Kofi Annan en su informe anual del año pasado, la paz y la seguridad deben considerarse en el marco de una transición que nos lleve de una “cultura de reacción” a una “cultura de prevención”. Esta cultura preventiva apunta a evitar los problemas antes de que sucedan y a minimizar los daños consecuentes, en lugar de reaccionar una vez que estos ya se han consumado.
Por lo tanto, es fundamental volver a examinar el papel que la ONU puede y debe desempeñar en la prevención de enfrentamientos armados. Una propuesta clave es establecer una comisión preventiva de conflictos, como órgano subordinado a la Asamblea General, con la misión de observar en forma constante las regiones bajo amenaza de guerra o de conflagración, ofrecer recomendaciones preventivas y brindar protección a los ciudadanos no combatientes.
También hace falta crear un “Consejo Global del Pueblo”, que funcione como organismo consultor dentro de la Asamblea General, con la función de asesorarla sobre temas que merezcan ser debatidos o sobre cuestiones que representen una amenaza potencial. Este consejo podría aprovechar al máximo la capacidad de las ONGs (organizaciones no gubernamentales), en lo que concierne a sus diversas experiencias específicas y a la práctica y facilidad que tienen en la recolección de información pública. De esta manera, contribuiría a las deliberaciones de la Asamblea General promoviendo debates precisos sobre asuntos clave. Esto es crucial desde el punto de vista de la democratización, en la medida en que daría a las voces y preocupaciones de la gente común una oportunidad de ser escuchadas en el ámbito de la ONU.
En tal sentido, aparece como nueva fuerza relevante para el mundo actual la gestión cooperativa de la “Nueva Diplomacia”, entendida como el trabajo mancomunado entre la sociedad civil y los gobiernos, orientado a generar reformas fundamentales. Uno de los desafíos clave que deberá tratarse en el marco de la “Nueva Diplomacia” es la promoción del desarme nuclear, particularmente por medio de una campaña destinada a acelerar la ratificación del Tratado de Prohibición Total de las Pruebas Nucleares (CTBT, por sus siglas en inglés).
Desde la perspectiva budista, las armas nucleares y la necesidad de su eliminación tienen un significado profundo que va mucho más allá del desarme. Lo que está en juego es superar, definitivamente, el legado nefasto que nos dejó el siglo XX: la desconfianza, el odio y el menosprecio a la condición humana. Lo que hace falta es asumir cabalmente la capacidad ilimitada del corazón humano para generar tanto el bien como el mal; para crear tanto como para destruir.
Por otro lado, tenemos una deuda de humanitarismo pendiente, y de la más imperiosa urgencia, que es erradicar la pobreza. En este sentido, hace falta un pensamiento más audaz y resuelto, y un compromiso total que permita a las sociedades salir por sí solos de la pobreza; es necesario instrumentar un programa con coherencia y determinación; si se quiere, una suerte de “Plan Marshall Global”.
En último término, debemos trabajar con miras a la concreción de la paz en el noreste asiático. Después de muchas idas y vueltas, las relaciones entre las dos Coreas parecen ir mejorando. Por desventura, ambos países continúan técnicamente en estado de guerra hasta el día de hoy. En el 2000 se cumplirán cincuenta años desde el estallido de la Guerra de Corea; todas las partes deberían aprovechar la oportunidad para poner fin a esta guerra fría y emprender la transición hacia una auténtica paz. Algo que podría ayudar a la paz y a la estabilidad en la región, con un enfoque a largo plazo, sería crear una “Universidad del Noreste Asiático para la Paz”, en cooperación con la Universidad de las Naciones Unidas, destinada a preparar personas capaces y comprometidas con el intercambio comunitario y con la construcción de la paz.
La SGI está decidida a promover todas estas causas. Nuestra organización siempre vivió consagrada al desarrollo y al fortalecimiento –del pueblo, por el pueblo y para el pueblo—, proceso que denominamos “revolución humana”. La esencia de este desafío es liberar sin restricciones el potencial ilimitado que encierra cada ser humano, basado en la premisa budista de que nuestra felicidad personal está indisolublemente ligada a la felicidad de los semejantes.